donderdag 1 oktober 2009

Africa se muere 2

Al leer uno de los papeles archivados en las cajas reparó en la fecha. ¿Cómo era posible que hubiesen pasado dos décadas?. Se miró las manos, salpicadas de manchas y arrugas, temblorosas. Sí, él también había envejecido y recordó que le faltaba incluso poco tiempo para poder retirarse a aquella casita blanca, a orillas del mar, que habían comprado en Long Island. Sonrió imaginándose allí sentado, leyendo los libros que esperaban desde hace tiempo a ser abiertos, jugando con su preciosa nieta y dando largos paseos por la playa junto a su esposa, fiel compaňera de siempre. El timbre intermitente del teléfono le despertó de su ensueňo. Malas noticias, como casi siempre en los últimos meses. Al otro lado de la línea su ayudante le recomendaba poner el Canal 7. Buscó el mando de la televisión debajo de los papeles que cubrían su escritorio. Con un click las imágenes de la desesperanza y el desastre se colaron en su despacho. Miles de africanos invadían Europa. No venían en plan de guerra, no. Querían vivir, querían comer, medigaban un poco de agua, un trozo de pan, una oportunidad. Era como una estampida. Las pateras se habían convertido en grandes barcos llenos hasta la bandera. Hombres, mujeres y niňos llegaban a pie, a nado, en aviones robados de bases militares. Una huida desesperada en busca de esperanza. Quizás pretendiesen simplemente dejarse ver, poner coloradas a las grandes potencias que habían ignorado su llanto desde aquel continente negro que se había convertido en un negro pozo sin fondo. Ahora no podían cerrar los ojos o torcer la vista ante la situación, porque la situación se había trasladado a sus propias ciudades, a sus calles abarrotadas de oscuros mendigos fantasmagóricos, de los restos de Africa.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, deslizándose incontenibles a través de su rostro, cayendo por el abismo que se abría desde su barbilla a la mesa. Gotitas microscópicas de culpabilidad. El recuerdo de su padre se instaló en su memoria. Aquel rico judío, que hizo fortuna con el comercio de diamantes desde la ciudad belga de Amberes, amaba Africa. Había viajado en numerosas ocasiones al Congo, visitando minas de piedras preciosas y él guardaba hoy aquellas fotos testigo del pasado paterno. Siluetas negras como el carbón, con ojos y dientes tan blancos como la tez del mercader judío al que rodeaban, sonrisas llenas de esperanza. Aquellos tiempos felices de abundancia terminarían para su padre con la guerra y el exterminio nazi. Se estremeció al pensar que él no era mejor que aquellos verdugos que pusieron fin a la vida de su progenitor. El, junto con el resto, era responsable del nuevo holocausto. Habían vendido a todos los africanos un billete para el tren de la desesperanza, esa que surge de las promesas que no llegan y después, los habían encerrado en la cámara de gas del olvido. Se le revolvió el estómago. Sabía que él sólo no hubiera podido hacer mucho, pero lo peor era saber que no había hecho nada más. Al menos podría haber protestado, insistido en prestar más atención a los informes o incluso presentar su dimisión y acudir a la prensa. Pero tenía una familia en la que pensar y una prestigiosa carrera política que mantener. No tuvo tiempo.
La conferencia de prensa fue cancelada. La noticia de su suicidio saltó con rapidez a todos los medios informativos. Le encontraron medio enterrado bajo papeles en su propio despacho, borboteando sangre por la boca. En una mano, un revolver aún humeante, en la otra, una vieja foto de su padre. Las dos cartas que había escrito antes de reunir el valor para apretar el gatillo, habían salido ya en el correo de la maňana, por lo que los miembros de la comisión y los agentes que estaban investigando el suceso no pudieron encontrar nada. La que iba dirigida a una agencia de prensa internacional fue recibida con revuelo y los teletipos comenzaron a inundar las redacciones de todo el mundo. La otra, dirigida a su esposa, yacía sobre la mesa de la cocina, aún sin abrir. La familia se había reunido en la casa de Long Island, intentando guarecerse de la prensa, de las interminables llamadas de compaňeros y amigos y de las inquisiciones de la comisión. Cuando la leyó estaba sola. Su hija había ido a pasear con su marido y la niňa por la playa.
“Querida mía: Sé que en estos momentos no podrás entender porqué he tenido que hacer esto. Sé que estarás furiosa conmigo por haberte dejado sóla, ahora que íbamos a tener más tiempo para disfrutar juntos. Pero créeme cuando te digo que esta es la salida más honrosa para todos. La culpabilidad se ha convertido en una carga demasiado pesada para seguir conviviendo con ella. ¿Recuerdas ese pequeňo café en Nueva York donde nos conocimos? Les he mandado una caja con instrucciones de que tú, personalmente, la recogerás la próxima semana. Al leer los documentos que encontrarás dentro, entenderás entonces porqué he tenido que hacer ésto. En unos aňos, cuando nuestra nieta alcance la edad oportuna, quiero que se los des a ella. Quiero que sepa la verdadera historia de cómo se murió Africa y no lo que se vayan a inventar en los libros de texto del colegio. Espero que ella un día me perdone por haber contribuido en cierta medida a crear este desastroso futuro que dejamos como herencia a su generación. Gracias por estos aňos en los que tu sonrisa ha conseguido aliviar en muchas ocasiones esa culpabilidad que, hoy, ha ganado la batalla. Tuyo siempre”.
A la vuelta del paseo, la encontraron sentada en salón, con los ojos rebosantes de lágrimas, mirando las fotografías del último viaje a Africa que realizaron juntos, hacía ya más de quince aňos. La niňa se sentó a su lado y observó con curiosidad las imágenes que habían capturado la belleza y misterio de aquel paisaje desconocido. “¿Abuela, qué es esto?”. Ella suspiró, se secó las lágrimas con la manga de la chaqueta y la cogió entre sus brazos. “Eso, querida, era Africa”.

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